El otro día volví a escuchar la
voz de la sensatez del juez Calatayud. Se refería, una vez más, al menor de
edad y a las muchas paradojas que, hoy en día, en su entorno. En concreto,
Emilio Calatayud se refería a niños y niñas menores de edad pero mayores de
doce años. ¡Vaya franja de edad!
A diario, me relaciono con
niños-hombres y niñas-mujeres de estas edades. Se debe a mi actividad como
profesor de yudo; un profesor que intenta -sobre todo intentaba- enseñar algo
más que mañas de este deporte japonés. El yudo -no me cansaré de recordarlo-
aporta no sólo una gimnasia o un repertorio de llaves para derribar a un
contrincante. hay toda una filosofía tras este deporte de origen nipón. A
veces, cierto es, se olvidan lemas como el de ceder para vencer, el mutuo
beneficio, etc. Pero, no será éste mi caso y quizás por ello viene tanto
sufrimiento y soledad; uno se siente predicando en el desierto en ocasiones.
Es increíble y desanima mucho
cómo un niño que lleva practicando yudo muchos años se aproxima a lo que antes
se llamaba la edad del pavo y empieza -mutas mutandi- a cambiar de actitud. Precisamente
cuando más cerca están de alcanzar objetivos tangibles y palpables algunos de
estos púber parecen entrar en un estado de abulia y apatía difícil de paliar.
Es natural, claro está. Lo malo es cuando en estos momentos el profesor de yudo
se convierte en enemigo... y no sólo del individuo -educando-. Es lamentable
empezar a observar ciertas reticencias y obstáculos de parte de padres y
familiares del educando.
El juez Calatatud recordaba que
han aumentado los casos de menores que agreden a padres e incluso a abuelos. Y
ponía algunos ejemplos de niños-hombres o de niñas-mujeres que pasaban por
excelentes en ciertos ámbitos en los que no se prodigaban como maltratadores.
No quiero alejar el tema al
hablar de niños maltratadores. Para centrarlo quiero reflexionar sobre la
imagen que tienen algunos padres de sus hijos y la que, de esos mismos
niños-hombres, tienen sus educadores, amigos; es decir, la que se tiene de ellos en otros
ámbitos.
Hace años, el maestro era
herramienta clave en la educación, como también lo era la familia. Hoy en día
la familia no lo es mucho y el maestro ha quedado deslegitimado. Pero lo
trágico es que se le siga haciendo responsable de ciertas cuestiones; por
ejemplo, de que el niño haya perdido el gusto o apetito por una actividad a la
que las más de las veces fue inscrito para ocupar horas (y poco más). Y
hablamos de un problema, pues, que no se gesta al llegar la pubertad, sino
mucho antes.
Me vienen niñas de diez años y
menos con las uñas primorosamente pintadas y adornadas. Algunas de ellas han
olvidado llevar el cinturón. Me suelen decir que se les ha olvidado a sus
madres meterlo en la bolsa. Me pregunto en qué estaba pensando la niña mientras
se tiraba un buen rato en el adorno de sus uñas y, sobre todo, en qué pensaban
sus madres. (En su clase de yudo desde luego que no).
El juez Calatayud hablaba de la
permisividad de los padres como causa fundamental de ciertas desviaciones
peligrosas en los comportamientos de adolescentes. Se refería en concreto al
uso de teléfonos de última generación y al ejemplo de que los niños de la casa
tienen el más moderno, mientras los padres se quedan con el modelo anterior. Lo
malo, desde luego, viene con el uso de esos maravillosos aparatos.
Por ejemplo, unas niñas de entre
13 y 14 años de edad llegan tarde por sistema a su clase de yudo. Pero todos
sabemos que aprovechan ese momento para hacerse fotos con sus teléfonos
celulares y para colgarlas en diferentes redes sociales. ¿¿¡¡TODOS!!?? Parece
que sus padres no. ¿Y debe el profesor de yudo informar de ello? Pues sí, deber
debe. Como también debe predicar en el desierto; es un decir.
Pero lo fantástico de este
ejemplo -hay muchos más- es que las niñas llegan a su clase (siempre cinco
minutos tarde como mínimo -ya lo hemos dicho-) con absoluta displicencia y sin
apuro alguno. Al ser recriminadas te recuerdan lo bien instaladas que se
encuentran en su pre-adolescencia, retando tu autoridad, contestando a cosas
incontestables y no contestando, en cambio, a algunas cuestiones. Todo ello con
muy buena educación, no le vaya a decir a sus complacientes padres que sus
hijas están al educadas. ¡Una verdadera pena!
La cuestión, por ir abreviando,
no es que se pierda talento en este trayecto -que se pierde a raudales-, ni tan
siquiera que existan ciertos peligros en esta educación lasa. En mi humilde
opinión, la gran tragedia es ir quemando y requemando a profesionales de la
educación que están dispuestos incluso a predicar en el desierto. Si el entono
familiar de un niño no es capaz de descubrir que un educador es más compinche
que enemigo, incluso cuando muestra el lado menos apetecible de descubrir de un
menor, mal va la sociedad; esa sociedad que hacemos entre todos.
A nadie se le da un cursillo para
ser padre o madre. Pero existe algo llamado el sentido común (el menos común de
los sentidos, dicen algunos). Señores padres, anímense a aplicarlo. Donde no
alcancen a entender cómo educar a sus hijos consulten con educadores. No se
trata de controlar a sus hijos, pero vigilen. Si carecen de medios directos
pidan información a quienes comparten mucho tiempo con sus ellos. Amar no es necesariamente
ceder. Transigir puede ser cómodo en el momento, pero pregúntese por las
molestias que puede acarrearle a largo plazo. Ponga precio; sus hijos
aprenderán el valor de las cosas. Decir que su hijo o hija no tiene ningún
problema puede ser como quien dice que siempre tiene razón. Reconocer un
problema es el primer paso para resolverlo.
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