20.2.15

Cuando un hijo suspende en actitud los padres sacan nota en permisividad

El otro día volví a escuchar la voz de la sensatez del juez Calatayud. Se refería, una vez más, al menor de edad y a las muchas paradojas que, hoy en día, en su entorno. En concreto, Emilio Calatayud se refería a niños y niñas menores de edad pero mayores de doce años. ¡Vaya franja de edad!

A diario, me relaciono con niños-hombres y niñas-mujeres de estas edades. Se debe a mi actividad como profesor de yudo; un profesor que intenta -sobre todo intentaba- enseñar algo más que mañas de este deporte japonés. El yudo -no me cansaré de recordarlo- aporta no sólo una gimnasia o un repertorio de llaves para derribar a un contrincante. hay toda una filosofía tras este deporte de origen nipón. A veces, cierto es, se olvidan lemas como el de ceder para vencer, el mutuo beneficio, etc. Pero, no será éste mi caso y quizás por ello viene tanto sufrimiento y soledad; uno se siente predicando en el desierto en ocasiones.

Es increíble y desanima mucho cómo un niño que lleva practicando yudo muchos años se aproxima a lo que antes se llamaba la edad del pavo y empieza -mutas mutandi- a cambiar de actitud. Precisamente cuando más cerca están de alcanzar objetivos tangibles y palpables algunos de estos púber parecen entrar en un estado de abulia y apatía difícil de paliar. Es natural, claro está. Lo malo es cuando en estos momentos el profesor de yudo se convierte en enemigo... y no sólo del individuo -educando-. Es lamentable empezar a observar ciertas reticencias y obstáculos de parte de padres y familiares del educando.

El juez Calatatud recordaba que han aumentado los casos de menores que agreden a padres e incluso a abuelos. Y ponía algunos ejemplos de niños-hombres o de niñas-mujeres que pasaban por excelentes en ciertos ámbitos en los que no se prodigaban como maltratadores.

No quiero alejar el tema al hablar de niños maltratadores. Para centrarlo quiero reflexionar sobre la imagen que tienen algunos padres de sus hijos y la que, de esos mismos niños-hombres, tienen sus educadores, amigos; es decir, la que se tiene de ellos en otros ámbitos.

Hace años, el maestro era herramienta clave en la educación, como también lo era la familia. Hoy en día la familia no lo es mucho y el maestro ha quedado deslegitimado. Pero lo trágico es que se le siga haciendo responsable de ciertas cuestiones; por ejemplo, de que el niño haya perdido el gusto o apetito por una actividad a la que las más de las veces fue inscrito para ocupar horas (y poco más). Y hablamos de un problema, pues, que no se gesta al llegar la pubertad, sino mucho antes.

Me vienen niñas de diez años y menos con las uñas primorosamente pintadas y adornadas. Algunas de ellas han olvidado llevar el cinturón. Me suelen decir que se les ha olvidado a sus madres meterlo en la bolsa. Me pregunto en qué estaba pensando la niña mientras se tiraba un buen rato en el adorno de sus uñas y, sobre todo, en qué pensaban sus madres. (En su clase de yudo desde luego que no).

El juez Calatayud hablaba de la permisividad de los padres como causa fundamental de ciertas desviaciones peligrosas en los comportamientos de adolescentes. Se refería en concreto al uso de teléfonos de última generación y al ejemplo de que los niños de la casa tienen el más moderno, mientras los padres se quedan con el modelo anterior. Lo malo, desde luego, viene con el uso de esos maravillosos aparatos.

Por ejemplo, unas niñas de entre 13 y 14 años de edad llegan tarde por sistema a su clase de yudo. Pero todos sabemos que aprovechan ese momento para hacerse fotos con sus teléfonos celulares y para colgarlas en diferentes redes sociales. ¿¿¡¡TODOS!!?? Parece que sus padres no. ¿Y debe el profesor de yudo informar de ello? Pues sí, deber debe. Como también debe predicar en el desierto; es un decir.

Pero lo fantástico de este ejemplo -hay muchos más- es que las niñas llegan a su clase (siempre cinco minutos tarde como mínimo -ya lo hemos dicho-) con absoluta displicencia y sin apuro alguno. Al ser recriminadas te recuerdan lo bien instaladas que se encuentran en su pre-adolescencia, retando tu autoridad, contestando a cosas incontestables y no contestando, en cambio, a algunas cuestiones. Todo ello con muy buena educación, no le vaya a decir a sus complacientes padres que sus hijas están al educadas. ¡Una verdadera pena!

La cuestión, por ir abreviando, no es que se pierda talento en este trayecto -que se pierde a raudales-, ni tan siquiera que existan ciertos peligros en esta educación lasa. En mi humilde opinión, la gran tragedia es ir quemando y requemando a profesionales de la educación que están dispuestos incluso a predicar en el desierto. Si el entono familiar de un niño no es capaz de descubrir que un educador es más compinche que enemigo, incluso cuando muestra el lado menos apetecible de descubrir de un menor, mal va la sociedad; esa sociedad que hacemos entre todos.


A nadie se le da un cursillo para ser padre o madre. Pero existe algo llamado el sentido común (el menos común de los sentidos, dicen algunos). Señores padres, anímense a aplicarlo. Donde no alcancen a entender cómo educar a sus hijos consulten con educadores. No se trata de controlar a sus hijos, pero vigilen. Si carecen de medios directos pidan información a quienes comparten mucho tiempo con sus ellos. Amar no es necesariamente ceder. Transigir puede ser cómodo en el momento, pero pregúntese por las molestias que puede acarrearle a largo plazo. Ponga precio; sus hijos aprenderán el valor de las cosas. Decir que su hijo o hija no tiene ningún problema puede ser como quien dice que siempre tiene razón. Reconocer un problema es el primer paso para resolverlo.

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