Hubo una etapa en que mi profesor de yudo, Rafael Ortega, juntó
fuerzas y amistad con Álvaro Pastoriza y con José Luis de Frutos.
Visitábamos los locales de ambos maestros. Sobre todo, por su
amplitud, visitábamos el colegio del madrileño barrio de Chamberí
que regentaba Álvaro Pastoriza. Era el maestro de los hermanos
Gracia (Perico y Miguel Ángel), de Ramón Ayala, del Nano (José
Manuel García García)…
Recuerdo que no
daban la luz (seguramente por ahorrar) y nos arreglábamos con la
poca luz solar que se filtraba por las ventanas. Lo cierto es que se
veía poco. Celebrábamos entrenamientos los sábados y a uno de
ellos acudió otro club más invitado. De esa forma estaba un tal
Ramos, que había quedado, recientemente, campeón de España. Creo
que había ganado a uno de mi club que, desde entonces, tenía
cuentas pendientes con él. El “picado” de mi club era Fidel y se
caracterizaba por tener la vista algo alterada; entre otras cosas era
daltónico.
Era mayor que yo y
por entonces les teníamos mucho respeto a nuestros mayores. Yo para
él era un “kojai” según la nomenclatura japonesa. Le debía
respeto a mi sempai (Fidel lo era por tener ya el cinturón negro y
por ser mayor – también le guardo muchísimo cariño -). Yo venía
a ser un simple meritorio.
En el entrenamiento
había un chaval de mi edad, Blas, que se daba un aire, en lo físico,
al tal Ramos. Se parecían.
Ramos fue conminado
a permanecer haciendo randori (luchas) con cuantos quisieran. Fidel
me dijo que le llevase ante él en la siguiente ocasión. Me lo dijo
con gesto serio y mirándome a la cara. Quería restañar viejas
heridas, sobre todo quería resarcir su orgullo herido -supongo -.
De ese modo me
aproximé a Ramos y le dije que mi amigo quería luchar con él, al
siguiente randori. El muchacho se excusó diciendo que ya estaba
comprometido. Me entró el pánico (teníamos algo más que respeto;
rectifico).
En ese momento se
cruzó conmigo Blas, que era un chico del montón (y más joven como
queda dicho). Le dije que mi amigo Fidel quería luchar con él al
siguiente randori. Se extrañó mucho, pero aceptó como buen yudoca.
Llegó el momento y
llevé a Fidel - casi de la mano - ante el asombrado Blas. Le dio una
soberana paliza con insultante facilidad. Al acabar le oí mascullar:
“¡Vaya mierda…! ¿y ese tío es Campeón de España?”
El joven Blas se
llevó un fuerte correctivo sin saber lo que pasaba, yo me libre de
desairar al sempai Fidel y él seguramente soltó parte de sus
resquemores. No sé si a partir de entonces cogió confianza y ganó
a Blas. Lo que sé es que se veía poco y yo me salvé de males
mayores. Jamás, hasta hoy, dije nada de nada a nadie.
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