Yo era un zangolotino. Vivía por Carabanchel, concretamente en Caño Roto. Me empeñé en practicar yudo y acabé en el legendario gimnasio Samurái de la calle Juan Bravo; en la otra punta de Madrid.
Me portaba fenomenal, pero un día hacía pareja
con un chico travieso y zascandil. Tras varios avisos del profesor,
Rafael Ortega, fuimos ambos castigados a quedarnos a entrenar con los
mayores. Otra hora y media más.
Me alarmé ante el
inconveniente de llegar tan tarde a mi casa (tardaba una hora en
Metro y autobús). ¿Qué iban a decir mis padres?
Se me
permitió llamar por teléfono desde secretaría. Ortega dijo:
-
Di a tus padres que llegarás una hora y media más tarde porque te
ha castigado tu profesor de yudo.
Yo fui rápido e
inventé algo para no claudicar. Dije que había sido premiado a
entrenar con los mayores por lo bien que me había portado. Coló.
Al
entrar en la clase quedé ojiplático. Todos cinturón negro. Se me
antojaban super héroes de tebeo; tan atléticos y joviales. Estuve
más tiempo en el aire que en pie.
Allí conocí a yudocas
de leyenda. Y es que desde que estuve en esa clase, yo, que antes era
modélico en mi comportamiento, había pasado a ser una mosca
cojonera hasta que lograba el consabido castigo a entrenar con los
mayores. Para mi era un premio.
Allí conocí -decía- a
campeones de España, medallistas internacionales…
Uno
de los que más me impresionó fue Toni Jiménez, el malagueño,
siempre alegre y ocurrente. Era carismático y muy admirado por los
de mi edad. A mi, desde luego, me tenía fascinado.
El
bueno de Toni, debía de andar lampando, las más de las veces. Se
decía que estaba casi siempre a la última pregunta. Seguramente,
por ello, nos extrañó que al acabar la clase nos emplazara a todos
a tomar una cervecita. Era viernes.
- Que se vengan
también los jovencitos, que es mi cumpleaños. Invito yo.
Entre
risas más de uno profirió aquello de ya era hora.
Muchos
de mis compañeros acudimos al Bar Monteagudo. Nos juntamos cerca de
veinte yudocas sedientos, mientras Toni, con su acento malagueño, se
encargaba de que nadie quedase sin su jarra de cerveza.
Todo
eran risas. Hasta que Toni se excusó clamando que tenía que hacer
una llamada urgente. Salía a una cabina pues el teléfono del bar se
había estropeado. Por supuesto no había celulares, por entonces, ni
nada parecido.
- Pedid otra que ahora mismo
vuelvo.
Fueron sus últimas palabras hasta que volvimos a
verle días después; tras el fin de semana. El bueno de Toni quería
invitarnos y nos invitó… ¡a su manera!
Aquella
anécdota quedó impresa en nosotros. Muchos años después, cuando
Toni no entrenaba en el Samurái, pues había vuelto a su Andalucía,
seguíamos diciendo: vamos a tomar una cervecita, que invita
Toni.
Hoy que he sabido de su fallecimiento me doy
cuenta de que su gran invitación fue el haberle conocido y que nos
permitiese compartir con él su energía y sentido del humor. Nos
invitó a saber vivir.
DEP amigo Toni.
