Hace muchos años, cuando ejercía de profesor de yudo, en el colegio
Ciudad de Guadalajara sucedió una historia extraordinaria que paso a
relatar.
El colegio que se encuentra en la Alameda de Osuna nos lo cedió el
hermano de nuestro actual profesor de yudo, Manuel Ortega. Incuso en
este extraño curso seguimos vinculado a este colegio; seguimos
impartiendo las clases después de muchos años.
Un día, acudí por extraño motivo, a la Biblioteca de mi colegio.
Yo era un zagal y me llamó la atención un libro sobre preparación
física de cuyo autor ni me acuerdo. Era de fácil comprensión,
hasta yo lo entendía. Seguramente muchos de sus postulados ya están
más que superados. No importa, en lo que se refiere a este relato.
Lo importante es que tenía una lámina con un cuerpo tipo el hombre
de Vitrubio, pero con sólo dos piernas y dos brazos. En algunas
partes (tobillos, muñecas, pantorrillas, muslos, bíceps…) se veía
una línea punteada de la que salía una flecha para indicar un lugar
en el que se podía anotar lo que medía cada parte indicada.
Yo ya era un inquieto profesor de yudo y creo que arranqué la hoja
pensando que me podría venir bien para mis menesteres.
Pasaron muchos años y, en una de esas, me decidí a utilizar aquella
lámina. La adapté para mis alumnos e hice fotocopias para repartir, adjuntando unas instrucciones. Yo pensaba que se trataba de tener un
cierto control del desarrollo muscular de los niños; de su
crecimiento. Incluso le llegué a poner un nombre al “test”: el
keko.
Debía correr la década de los 80 – yo tendría una veintena de
años – cuando, en pleno curso, se acercó una señora con un niño
de la mano, con la clase comenzada. Me explicó, muy amable, que
había inscrito a su hijo en la actividad, porque le veía muy tímido
y poco deportista. El chavalín, en efecto, se mostraba esquivo y
reservado. De hecho no quería pasar al tatami. Así es que me armé
de paciencia y permití que se quedase sentado al borde viendo a sus
compañeros. El niño se quedó allí, pero veía poco la clase. Se
quedaba leyendo un tebeo (Don Miki) con el que siempre llegaba. Así
fue al principio. Sólo conseguí que se descalzara tras unos días.
Le convencí de que así podía pasar al tatami cuando le apeteciera;
en cualquier momento que así lo deseara.
Todo fue muy gradual, incluso que se pusiera el yudogui tuvo su
proceso. Cuando ya lo logré y se integró al resto del grupo, en la
clase, dejé de preocuparme. Casi se puede decir que era un niño
más.
Pasaron una pocas semanas y llegó el momento en el curso en el que
repartía las fotocopias del “keko”. Alejandro Montero Campanero,
que así se llamaba aquel niño, recibió su copia como uno más. Al
devolverlo relleno me llamó la atención que había anotado
bastantes centímetros más en una pierna que en la otra. El
tobillo era más grande que el otro. Lo mismo podía decirse de la
musculatura de una pierna (pantorrilla y muslo) frente a la otra.
Al comprobarlo llamé aparte al niño y le pregunté si había tomado
las medidas sólo, le pregunté por cómo las había tomado. El niño
tampoco jugaba compulsivamente al baloncesto. De hecho era un niño
que jugaba poco en los recreos.
Le volví a dar la fotocopia y le propuse tomar todos los datos
cuidadosamente, una vez más. No era inusual alguna pequeña
diferencia por lados. Entre el resto de sus compañeros había algún
caso, pero en Alejandro la diferencia por lados era mayor.
El niño muy disciplinado repitió. Los nuevos resultados eran casi
idénticos a los anteriores.
Casualmente, al cabo de pocos días, coincidí con la madre y le
expuse el tema. Le dije que me parecía impropio y que se escapaba a
mi comprensión. Llevaba poco tiempo en yudo aunque lo hacía todo
por un sólo lado pese a mis recomendaciones. Y más desde que vi los
resultados del “keko”. Tenía la mosca detrás de la oreja que se
suele decir.
Poco tiempo después recibí noticias de aquella buena mujer pese a
que el niño dejó de ir. Parece ser que siguió mi consejo y lo
consultó con el puericultor. Este debió hacerle algunas pruebas al
niño aunque le extrañaba., Después le preguntó a la madre
sorprendido ¿quién le ha alertado de la enfermedad de su hijo? Al
explicarle todo el médico contestó algo así como: “Pues
agradézcaselo a ese profesor porque lo ha sabido ver en fase
incipiente, en caso contrario su hijo estaría destinado a ir en
silla de ruedas seguramente”.
Hace poco contacté con Alejandro y me dio su permiso para publicar
este escrito. Además añadió “como bien dices, fue un calvario
con dos operaciones y casi dos meses postrado en la cama con una pesa
en la pierna”. Además añade - y esto es importante para los
yudocas – “cuando la vida te pone una prueba así hay dos
opciones. Una es compadecerte de ti mismo y no luchar. La otra es
darle un corte de manga, aceptar tus cartas y jugarlas. Y eso me lo
enseñó, entre otras cosas, el yudo. Así que gracias de nuevo”.
Creo que Alejandro tenía un mal degenerativo del que se libró,
efectivamente, por haber sido diagnosticado precozmente. Creo que el
calvario médico de Alejandro fue importante – como así me lo ha
confirmado -; ninguna tontería. Me gustaría decir que a día de hoy
Alejandro hace vida normal, pero no puedo. Con eso de normal
indicaría que anda y poco más. Y no es cierto. Hace mucho más,
como puede verse a simple vista en su Facebook. Es un apasionado del
ciclismo; sobre todo del ciclismo de fondo, de largo recorrido.
Hoy día, sigo entregando el “keko” y me desespera el desinterés
creciente, pocos devuelven la fotocopia que se les entrega. También
es cierto que pocos conocen esta historia. Algunas veces la cuento en
clase. Los niños escuchan respetuosos, por lo menos oyen; pero en
sus caras se nota que no se enteran de nada. Igual no tienen pensado
dedicarse al ciclismo.