Por las mañanas me ocupaba en menesteres periodísticos, por las
tardes daba mis clases de yudo y a ratos llevaba como podía el club.
No me sobraba el tiempo.
Una mañana cogí la
moto y me dirigí a la antigua Universidad Cisneriana de Alcalá de
Henares. No recuerdo ahora si se trataba de una acto en el interior o
necesitaba una foto de su imponente fachada (también ejercía de
fotógrafo). No importa, el caso es que busqué donde dejar la moto y
la llevé a un rincón de la plaza. Me pareció un buen lugar cerca
de la puerta de lo que parecía un cuartel cerrado. Así es que
estaba yo bajándome del vehículo cuando ohí, a mis espaldas, una
voz enérgica, que me pareció recriminaba el que dejase allí la
moto. No obstante la voz tenía algo raro, era de una mujer, por más
que al darme la vuelta asustado, sólo acertaba a ver un soldado.
Estuve entonces en estado de colapso, en una de esas situaciones en
que por más que sabemos que duran poco la sensación es de que el
tiempo se detiene. Creo que mi mente luchaba por encontrar una
explicación plausible para dejar allí la moto y buscar en remotos
lugares a quién pertenecía esa voz. Era una lucha.
Creo que finalmente
encontré la solución, en aquel pozo, gracias a su mirada.
“¡Susana, qué
susto me has dado!”
Se trataba de una
antigua alumna a la que no veía hacía años. Sabía que era militar
porque había coincidido con ella en ese largo lapso, desde que dejó
de practicar, en algún acto que cubrí en la Base Automovilística
de Torrejón de Ardoz. No obstante no esperaba verla con todo el
uniforme reglamentario y el cetme calado.
No me reñía, ni
mucho menos, sino que se intentaba asegurarse que veía, en aquella
extraña circunstancia, a su viejo profesor de yudo.
Tras la anécdota me
contó rápidamente algo de su vida. Tenía que volver a su puesto de
vigilancia no obstante lo cual nos saludamos con mucha alegría.
Pasó algún tiempo
y volví a coincidir con ella en nuestro pueblo. Yo estaba en una
terraza tomando algún refresco y ella se acercó a saludarme. Creo
que también estaba en dicho establecimiento con sus dos hijos y su
marido. Me dijo que le gustaría que sus hijos practicaran yudo como
ella. Que iban a un colegio en el que no daban la actividad (pese a
que en tiempos el yudo lo impartió un amigo).
Me dirigí al centro
con un proyecto y lo presenté pese a que me dio la impresión de que
no me hacían ni caso. Al cabo de un tiempo volví al centro a
preguntar por mi proyecto. Me hicieron menos caso (“ya le
llamaremos”).
Ojalá hayan acabado
implantando la actividad en dicho colegio. Creo que es una gran
herramienta educativa. Pero lo que está claro es que es muy difícil
revivir en nuestros hijos experiencias propias. Tan pronto nacen,
comienzan a desarrollarse como personas ajenas a nosotros. Y puede
que hasta eso sea bueno (al menos para muchas cosas). En todo caso,
es como es.
Como dice Galdeano:
“Fuimos nacidos hijos de los días, porque cada día tiene una
historia y nosotros somos las historias que vivimos”.
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