Un buen día mi profesor de yudo me preguntó, como solía él decir
las cosas – yo nunca encontraba el no por respuesta – que qué
hacía a las siete menos cuarto de la mañana. Le contesté sin
titubear que dormir. A lo que él me contestó, seguramente, que
siguiera durmiendo, pero que durmiendo no se quedaba campeón de
nada. Ahí fue donde accedí a presentarme a la hora convenida en la
boca de metro de Estrecho, salida a calle Juan de Olías. Mi profesor
tenía fama de madrugador y pasó a la hora convenida y me recogió
con otro compañero algo mayor que yo. Yo vivía muy lejos, en
Carabanchel, por lo que tocaba madrugón para estar a la hora
prevista en el lugar previsto. Todo merecía la pena ante semejante
honor.
Mi
profesor, Rafael Ortega, conducía su coche, al que seguían varios
más de algunos de sus alumnos más destacados. Yo era el menor pero
sentí un honor que se me dejase incorporar en tan selecto grupo. De
allí íbamos a la cercana Dehesa de la Villa donde se hacía un
fantástico entrenamiento (carrera, series, “sprints”, algo de
musculación…)
A
veces el maestro se hacía acompañar de sus perros. Tenía a Pinki,
un enorme gran danés, que saltaba como tres de nosotros (lo llegamos
a comprobar).
Un
día hacía mucho frío y la radio, en el coche, daba el parte
meteorológico justo al llegar al destino. Teníamos muy cerca una
estación y según la radio acaba de registrar un mínimo histórico
de menos 13 grados. Como si no hubiera oído nada, mi profesor abrió
la puerta y se dispuso a entrenar como un día más. Así lo hicimos.
También
recuerdo un día que nos vino a acompañar al entrenamiento la
selección nacional de kárate. A su frente se encontraba Don Antonio
Oliva, amigo de mi profesor. Sus deportistas irían en unos días al
Campeonato de Europa. No aguantaron ni la carrera continua que era la
primera parte del entrenamiento (faltaban las series, los “sprint”,
la musculación…). Algunos llegaron a vomitar del esfuerzo. Poco
después nos enteramos de que varios habían conseguido medalla en el
europeo. Increíble.
El
caso es que yo me sentía muy bien de ser considerado uno más de
toda una élite. Era aceptado por un grupo al que admiraba… qué
más podía pedir. Quizás por eso la broma que paso a narrar y de la
que fui víctima, la considero genial.
Cuando
ya acabábamos el entrenamiento (yo no lo sabía) nos puso a los tres
nuevos en la base de un árbol cada uno. Nos explicó que para
ejercitar la coordinación entre piernas y brazos teníamos que
trepar a toda velocidad por el árbol elegido. Cronómetro en mano mi
profesor dio la salida. Yo trepé como un descosido y supongo que mis
novatos compañeros también. Segundos después, cuando nos
encaramábamos a las primeras ramas, desde abajo, nuestros compañeros
mayores nos lanzaban piñas al grito de “abajo monos”. No se
trataba de hacer daño. Era una especie de rito iniciático: “ya
sois de los nuestros”.
Te
hacía dudar de tu tendencia borreguil, pero al mismo tiempo te
fortalecía la idea de pertenencia al grupo. Ya hay mucho escrito
sobre el tema y por gente que sabe más que yo; me limito a narrar
una anécdota y lo que sentí.
Años
después, cuando ya no íbamos a correr a la Dehesa de la Villa, el
profesor me vino con otra de sus famosas preguntas a cuyo propósito
yo no sabía (o no quería) negarme. Tenía que presentarme sobre las
siete de la mañana en el colegio Claret, después me daba tiempo a
ir al instituto; el Ramiro de Maeztu (donde estaba cursando COU).
En
el colegio Claret nos estaba esperando el profesor de gimnasia del
centro, con algunos de sus más destacados pupilos. El profesor de
gimnasia, amigo de Rafael Ortega, era un tal Don Jesus Carballo,
padre del que luego fuera campeón del mundo también llamado como
él.
En
una de las primeras sesiones nos aburrimos a pasadas por la escalera
sueca: con los brazos en tensión, con las manos por fuera, con una
mano en cada escalón… La llegamos a pasar hasta de formas que
difícilmente hubiera yo imaginado.
Un
día apareció en el entrenamiento Iván Clemente (yudoca que llegó
a proclamarse campeón de España) con unos fantásticos guantes de
piel de los que solían llevar los pilotos de carreras de coches.
Habíamos visto darse una especie de polvos de tiza (creo que eran
carbonato de magnesio, pero parecían tiza) a algunos veteranos
gimnastas. La cuestión era aliviar las palmas de las manos en las
que ya presentábamos, la mayoría de los yudocas, espléndidas
ampollas.
Cuando
le llegó el turno a mi amigo Iván los fantásticos guantes duraron
menos que un bizcocho a la puerta de un colegio. Todos los yudocas
estábamos pendientes por si había dado con la solución. Los
guantes presentaban una cómica apariencia; acabaron hechos jirones.
A mí me entró la risa floja sin darme cuenta de que en el fondo me
reía de mi desgracia. Iván se había atrevido a buscar una
solución, yo ni siquiera eso. De eso es de lo que debía reírme.