12.4.20

Anécdota de mis comienzos en yudo


Casi por azar comencé a practicar yudo. Vivía en una barrio con mucha presencia de gitanos y de lo que por entonces llamábamos “quinquis”. Parece ser que a mi padre le dieron una paliza y eso tuvo que ver. Al principio me inocularon un deseo. Pero tengo que reconocer que fue mi madre la que dio el primer paso. Debía estar harta de oírme preguntar por cuándo iba a comenzar. Estaba previsto que lo hiciera en un gran gimnasio de Madrid pero muy lejos de casa y por mi edad no me podía desplazar libremente. El caso es que mi madre me llevó -harta - a lo que se llamaba Centro Sindical, en mi barrio. Allí conocí a mi primer maestro, Antonio Recuero. No debió de hacerlo nada mal el hombre pues mi pasión por dicho deporte creció.

Pasaron un par de años y entonces iba a un colegio lejano, en autocar. A la salida, previa autorización, tomaba el autocar de otra ruta y me trasladaba al gran gimnasio de Madrid al que antes aludía; el Samurái. Allí conocí a mi actual maestro Rafael Ortega y surgió una anécdota que paso a narrar.

Aluciné en mi nuevo destino, con mi nuevo maestro y con mis nuevos compañeros (algunos de los cuáles con quienes mantengo la amistad actualmente). Un día, a la vuelta de las vacaciones de verano me encontré con que Rafael Ortega no impartía mis clases de siempre. No estaban mis compañeros de siempre. El maestro era nada menos que Rafael Hernando y entre mis nuevos compañeros estaba el hoy maestro Amadeo Valladares. Pero yo era un chavalín y no quería perder a mi recién encontrado maestro. No estaba a gusto en mi nuevos grupo.

Me dijeron que Ortega se había quedado en Francia a la vuelta del verano y por eso ya no daba las clases.

Un día cuando iba a acudir al gimnasio, arrastrando los pies, me encontré a un viejo compañero, Carlos Javier García Balcones a quién recriminé “¿Dónde os habéis metido todos?”

El me contestó, perplejo, “pero si sólo faltas tú” para explicarme que a menos de un kilómetro seguía impartiendo clases Rafael Ortega; en el gimnasio Banzai. Allí estaban todos mis compañeros, que le habían seguido, y sólo faltaba yo, efectivamente. Nadie me había advertido.

El caso es que mi amigo Carlos me invitó a acompañarle, en ese mismo momento, pues se dirigía a entrenar (como yo). Acepté acompañarle muy gustoso y ese fue mi primer entrenamiento de, muchos años, en el Banzai. Ni siquiera volví al Samurái.

Es curioso el efecto del azar pero lo fácil hubiera sido que yo continuara mi carrera con Rafael Hernando y, sin embargo, acabé en el Banzai con Rafael Ortega.

Algo hay de azar en todo lo que cuento y algo también de estar propicio a las señales que uno se va encontrando (por así decirlo). Al final hay un alto componente en la vida de cada cual de dejarse ir, pero no por ello se debe de descartar eso de estar atento a las señales. Hay un refrán que dice que “el tiempo todo lo cura (y todo lo muda)”. Pero nadie dijo que mientras pasa el tiempo haya que abandonarse. No es lo mismo fluir que abandonarse.

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