Casi por azar comencé a practicar yudo. Vivía en una barrio con
mucha presencia de gitanos y de lo que por entonces llamábamos
“quinquis”. Parece ser que a mi padre le dieron una paliza y eso
tuvo que ver. Al principio me inocularon un deseo. Pero tengo que
reconocer que fue mi madre la que dio el primer paso. Debía estar
harta de oírme preguntar por cuándo iba a comenzar. Estaba previsto
que lo hiciera en un gran gimnasio de Madrid pero muy lejos de casa y
por mi edad no me podía desplazar libremente. El caso es que mi
madre me llevó -harta - a lo que se llamaba Centro Sindical, en mi
barrio. Allí conocí a mi primer maestro, Antonio Recuero. No debió
de hacerlo nada mal el hombre pues mi pasión por dicho deporte
creció.
Pasaron un par de años y entonces iba a un colegio lejano, en
autocar. A la salida, previa autorización, tomaba el autocar de otra
ruta y me trasladaba al gran gimnasio de Madrid al que antes aludía;
el Samurái. Allí conocí a mi actual maestro Rafael Ortega y
surgió una anécdota que paso a narrar.
Aluciné en mi nuevo destino, con mi nuevo maestro y con mis nuevos
compañeros (algunos de los cuáles con quienes mantengo la amistad
actualmente). Un día, a la vuelta de las vacaciones de verano me
encontré con que Rafael Ortega no impartía mis clases de siempre.
No estaban mis compañeros de siempre. El maestro era nada menos que
Rafael Hernando y entre mis nuevos compañeros estaba el hoy maestro
Amadeo Valladares. Pero yo era un chavalín y no quería perder a mi
recién encontrado maestro. No estaba a gusto en mi nuevos grupo.
Me dijeron que Ortega se había quedado en Francia a la vuelta del
verano y por eso ya no daba las clases.
Un día cuando iba a acudir al gimnasio, arrastrando los pies, me
encontré a un viejo compañero, Carlos Javier García Balcones a
quién recriminé “¿Dónde os habéis metido todos?”
El me contestó, perplejo, “pero si sólo faltas tú” para
explicarme que a menos de un kilómetro seguía impartiendo clases
Rafael Ortega; en el gimnasio Banzai. Allí estaban todos mis
compañeros, que le habían seguido, y sólo faltaba yo,
efectivamente. Nadie me había advertido.
El caso es que mi amigo Carlos me invitó a acompañarle, en ese
mismo momento, pues se dirigía a entrenar (como yo). Acepté
acompañarle muy gustoso y ese fue mi primer entrenamiento de, muchos
años, en el Banzai. Ni siquiera volví al Samurái.
Es curioso el efecto del azar pero lo fácil hubiera sido que yo
continuara mi carrera con Rafael Hernando y, sin embargo, acabé en
el Banzai con Rafael Ortega.
Algo hay de azar en todo lo que cuento y algo también de estar
propicio a las señales que uno se va encontrando (por así decirlo).
Al final hay un alto componente en la vida de cada cual de dejarse
ir, pero no por ello se debe de descartar eso de estar atento a las
señales. Hay un refrán que dice que “el tiempo todo lo cura (y
todo lo muda)”. Pero nadie dijo que mientras pasa el tiempo haya
que abandonarse. No es lo mismo fluir que abandonarse.
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