Este relato de hoy, día de confinamiento, con el que espero entretener a mis alumnos, contiene una anécdota que se incluye en el libro "Del judo al yudo (1)".
Resulta
que fui algo lesionado (tenía un menisco roto) a un campamento
(“stage”) que organizaba mi profesor en Oviedo. Yo participaba
pero me había prohibido hacer randori - lucha -mi maestro Rafael
Ortega. Lo pasé muy mal por la restricción pero la verdad es que no
tuve ningún percance o susto (“enganchón”) en todo el
campamento. Así hasta que el último día recibimos la visita de un
amigo de mi maestro, uno de los hermanos Cecchini, que por entonces
era el seleccionador nacional de Lucha Sambo. Luego fui amigo de José
Antonio Cecchini – otro hermano - que acabó de vicerrector de la
Universidad de Oviedo, amén de ser varias veces campeón del mundo
de SAMBO y diploma olímpico de yudo en Moscú (80).
El
seleccionador se había hecho acompañar de los que componían
entonces las seleccionas nacionales junior y senior. El caso es que
al ver a aquella pléyade – valga la expresión –, yo, que
previsiblemente me lo iba a perder, me debí poner pesado (o algo
más). Tanto que al final mi profesor me dejó luchar con ellos
(hacer randori) y como llevaba varios días sin estos menesteres me
encontraba fenomenal; me salía todo. Tanto debió de ser así que el
propio seleccionador se fijó en mi “¿Quien es es tío?” Y ese
tío era yo que lanzaba con facilidad a los miembros de la selección
de mi peso. Para colmo en SAMBO aún era de la categoría junior así
es que automáticamente fui convocado para disputar el Mundial que
iba a celebrarse un par de meses después, en Madrid. Al acabar el
campamento quedé concentrado en Oviedo y ahí empezaron mis males.
Un inoportuno día volví a sufrir enganchones del menisco roto (la
rodilla se quedaba bloqueada) sin que yo dijese ni mú. Para colmo
apareció un muchacho con su entrenador que me disputaba el puesto y
que ya había sido bronce en un Mundial anterior (eso le acabó
valiendo para quitarme la plaza). A todo ello se unió una última
oportunidad a “puerta cerrada” - sin prensa ni nada – y una
odisea con mi peso. Yo participaba, por entonces, en yudo en -71 kgs.
y llegué a bajar a 62 kgs. hasta que caí desfallecido en un
entrenamiento.
El
caso es que me trasladé a Madrid y visité el hotel donde estaban
alojados los seleccionados. Como, al ser preseleccionado, tuve que
hacerme la licencia de SAMBO y lo hice por Asturias, tuve una genial
idea. La presenté en la recepción del hotel diciendo que acaba de
llegar. Me dijeron que sólo quedaba habitación, compartida con uno
de Madrid. Resultó que la ocupaba mi gran amigo Pedro Luis Gracia,
que a la postre se proclamó allí campeón del mundo.
El
hotel era el Meliá Castilla, nada menos (el Mundial se celebró en
uno de sus grandes salones; lo que luego fue es Scala Meliá).
En
los bajos del hotel estaba la discoteca Picos. Yo descubrí que nadie
se alteraba si yo cargaba los gastos a la habitación así es que
invité a toda la pandilla a la discoteca. No sólo eso, sino que
comíamos a la carta, me tomaba refrescos (siempre a cargo de la
habitación) y veía la gran pantalla de televisión que había en
algún salón.
Un
día bajando las escaleras vi una puerta abierta y me “tropecé”
con una bolsa que había quedado olvidada. Contenía cinturones de
colores muy peculiares. A quienes suben al podio en un Mundial de
Lucha SAMBO, como aquel, se les entregaba, además del trofeo, uno de
esos cinturones. A los campeones se les entregaba el de oro, a los
sub-campeones el de plata y a los terceros el de bronce. Si se daba
la circunstancia de que alguno de los campeones ya lo había sido en
ocasión anterior, entonces recibía el cinturón platino, en lugar
del dorado. En la bolsa me encontré todo un juego de esos
cinturones.
Pedro
Gracia (“Perico”) recibió el de oro como campeón del mundo que
se acabó proclamando. Pero impulsivo, como era, se lo acabó
regalando a una novia que tenía por entonces.
Pasado
algún tiempo decidí utilizar aquellos cinturones en las clases de
yudo que entonces impartía en el CEIP Ciudad de Guadalajara. El
cinturón platino se lo ponía el alumno que más puntos de yudo
había conseguido a lo largo del mes. El cinturón de oro lo llevaba
(todo un mes) el que había conseguido ganar la competición de fin
del mes anterior. Y el de plata el que había disputado con el
campeón la final. El de bronce no lo solíamos entregar por no tener
purpurina como los otros ni resultar tan atractivo. No dejaba de ser
un cinturón marrón feucho. De este modo, a las pocas semanas el
cinturón de oro, que es el que nos ocupa en esta anécdota (ahora
verás por qué), empezó a sufrir algunos daños. Se comenzó a
deshilachar y a perder purpurina. Pero seguía haciendo mucha ilusión
a los niños.
Varios
meses después de haber conseguido el título, Perico seguía
haciendo el servicio militar. Su comandante (estaba en Marina) le dio
una gran noticia. Algunos de los más destacados deportistas del
cuartel iban a ser recibidos por el Rey de España Juan Carlos I. Por
supuesto, Pedro sería la gran estrella. Por ese motivo, el
comandante le asignó un papel de relevancia. Él sería el encargado
de entregar un presente al Rey.
-
“¿Y qué le regalo yo al Rey?” preguntó.
-
“Ya lo tengo pensado”, contestó el comandante. “Regálale el
cinturón de oro”.
Pedro
debió poner cara de póker, que se suele decir. Había perdido el
contacto con aquella novia a la que regaló el cinturón dorado. No
lo podía recuperar. Pero se le ocurrió que se lo podía pedir a su
amigo Wladi, sabiendo que se había llevado uno de cada color.
Le
puse algún problema porque no quería desprenderme de tan útil
herramienta. Además, objeté, el cinturón estaba en fase avanzada
de destrucción por el trote sufrido en las clases de yudo. Estaba
casi sin purpurina, medio deshilachado…
Pedro
no cedía. “Mejor; así se cree que lo uso yo” argumentó.
De
esta manera, un cinturón que habían llevado los niños yudocas del
Colegio Ciudad de Guadalajara en sus clases de yudo acabó en manos
del entonces Rey de España, Juan Carlos I. No creemos que siga entre
los regalos extravagantes e inútiles. Seguramente ha acabado en la
basura, pero la anécdota queda ahí.
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