19.4.20

El cinturón dorado


Este relato de hoy, día de confinamiento, con el que espero entretener a mis alumnos, contiene una anécdota que se incluye en el libro "Del judo al yudo (1)".

Resulta que fui algo lesionado (tenía un menisco roto) a un campamento (“stage”) que organizaba mi profesor en Oviedo. Yo participaba pero me había prohibido hacer randori - lucha -mi maestro Rafael Ortega. Lo pasé muy mal por la restricción pero la verdad es que no tuve ningún percance o susto (“enganchón”) en todo el campamento. Así hasta que el último día recibimos la visita de un amigo de mi maestro, uno de los hermanos Cecchini, que por entonces era el seleccionador nacional de Lucha Sambo. Luego fui amigo de José Antonio Cecchini – otro hermano - que acabó de vicerrector de la Universidad de Oviedo, amén de ser varias veces campeón del mundo de SAMBO y diploma olímpico de yudo en Moscú (80).
El seleccionador se había hecho acompañar de los que componían entonces las seleccionas nacionales junior y senior. El caso es que al ver a aquella pléyade – valga la expresión –, yo, que previsiblemente me lo iba a perder, me debí poner pesado (o algo más). Tanto que al final mi profesor me dejó luchar con ellos (hacer randori) y como llevaba varios días sin estos menesteres me encontraba fenomenal; me salía todo. Tanto debió de ser así que el propio seleccionador se fijó en mi “¿Quien es es tío?” Y ese tío era yo que lanzaba con facilidad a los miembros de la selección de mi peso. Para colmo en SAMBO aún era de la categoría junior así es que automáticamente fui convocado para disputar el Mundial que iba a celebrarse un par de meses después, en Madrid. Al acabar el campamento quedé concentrado en Oviedo y ahí empezaron mis males. Un inoportuno día volví a sufrir enganchones del menisco roto (la rodilla se quedaba bloqueada) sin que yo dijese ni mú. Para colmo apareció un muchacho con su entrenador que me disputaba el puesto y que ya había sido bronce en un Mundial anterior (eso le acabó valiendo para quitarme la plaza). A todo ello se unió una última oportunidad a “puerta cerrada” - sin prensa ni nada – y una odisea con mi peso. Yo participaba, por entonces, en yudo en -71 kgs. y llegué a bajar a 62 kgs. hasta que caí desfallecido en un entrenamiento.
El caso es que me trasladé a Madrid y visité el hotel donde estaban alojados los seleccionados. Como, al ser preseleccionado, tuve que hacerme la licencia de SAMBO y lo hice por Asturias, tuve una genial idea. La presenté en la recepción del hotel diciendo que acaba de llegar. Me dijeron que sólo quedaba habitación, compartida con uno de Madrid. Resultó que la ocupaba mi gran amigo Pedro Luis Gracia, que a la postre se proclamó allí campeón del mundo.
El hotel era el Meliá Castilla, nada menos (el Mundial se celebró en uno de sus grandes salones; lo que luego fue es Scala Meliá).
En los bajos del hotel estaba la discoteca Picos. Yo descubrí que nadie se alteraba si yo cargaba los gastos a la habitación así es que invité a toda la pandilla a la discoteca. No sólo eso, sino que comíamos a la carta, me tomaba refrescos (siempre a cargo de la habitación) y veía la gran pantalla de televisión que había en algún salón.
Un día bajando las escaleras vi una puerta abierta y me “tropecé” con una bolsa que había quedado olvidada. Contenía cinturones de colores muy peculiares. A quienes suben al podio en un Mundial de Lucha SAMBO, como aquel, se les entregaba, además del trofeo, uno de esos cinturones. A los campeones se les entregaba el de oro, a los sub-campeones el de plata y a los terceros el de bronce. Si se daba la circunstancia de que alguno de los campeones ya lo había sido en ocasión anterior, entonces recibía el cinturón platino, en lugar del dorado. En la bolsa me encontré todo un juego de esos cinturones.
Pedro Gracia (“Perico”) recibió el de oro como campeón del mundo que se acabó proclamando. Pero impulsivo, como era, se lo acabó regalando a una novia que tenía por entonces.
Pasado algún tiempo decidí utilizar aquellos cinturones en las clases de yudo que entonces impartía en el CEIP Ciudad de Guadalajara. El cinturón platino se lo ponía el alumno que más puntos de yudo había conseguido a lo largo del mes. El cinturón de oro lo llevaba (todo un mes) el que había conseguido ganar la competición de fin del mes anterior. Y el de plata el que había disputado con el campeón la final. El de bronce no lo solíamos entregar por no tener purpurina como los otros ni resultar tan atractivo. No dejaba de ser un cinturón marrón feucho. De este modo, a las pocas semanas el cinturón de oro, que es el que nos ocupa en esta anécdota (ahora verás por qué), empezó a sufrir algunos daños. Se comenzó a deshilachar y a perder purpurina. Pero seguía haciendo mucha ilusión a los niños.
Varios meses después de haber conseguido el título, Perico seguía haciendo el servicio militar. Su comandante (estaba en Marina) le dio una gran noticia. Algunos de los más destacados deportistas del cuartel iban a ser recibidos por el Rey de España Juan Carlos I. Por supuesto, Pedro sería la gran estrella. Por ese motivo, el comandante le asignó un papel de relevancia. Él sería el encargado de entregar un presente al Rey.
- “¿Y qué le regalo yo al Rey?” preguntó.
- “Ya lo tengo pensado”, contestó el comandante. “Regálale el cinturón de oro”.
Pedro debió poner cara de póker, que se suele decir. Había perdido el contacto con aquella novia a la que regaló el cinturón dorado. No lo podía recuperar. Pero se le ocurrió que se lo podía pedir a su amigo Wladi, sabiendo que se había llevado uno de cada color.
Le puse algún problema porque no quería desprenderme de tan útil herramienta. Además, objeté, el cinturón estaba en fase avanzada de destrucción por el trote sufrido en las clases de yudo. Estaba casi sin purpurina, medio deshilachado…
Pedro no cedía. “Mejor; así se cree que lo uso yo” argumentó.
De esta manera, un cinturón que habían llevado los niños yudocas del Colegio Ciudad de Guadalajara en sus clases de yudo acabó en manos del entonces Rey de España, Juan Carlos I. No creemos que siga entre los regalos extravagantes e inútiles. Seguramente ha acabado en la basura, pero la anécdota queda ahí.

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