De vez en cuando viene bien eso de hacer balance. Es curioso pero la
mente suele olvidar todo el mal que hemos causado; salvo dos o tres
cosas que nos suelen atormentar. El resto, cosas buenas, nos hacen
pensar que somos la caña. Para eso está el ego.
Es curioso también que a más juventud, más presencia del ego hay.
Y menos de lo que llamamos alma (lo inexplicable, lo que no se
razona) a pesar de las apariencias. Dicen que el ser humano es capaz
de reconocerse, cosa que no sabe hacer ningún otro animal.
También hay una etapa en el niño en que le cuesta descubrir su ego
por no tener claros los límites de su madre. Se confunde, en algunos
casos, con ella.
Más adelante surge el egocentrismo. Hablamos de la etapa en que el
niño conoce el mundo, que le rodea, según una sola perspectiva, la
de él mismo. Muchísimo más tarde llega eso de empezar a comprender
que cada cual tiene su propia realidad. Antes se pasa por una curiosa
etapa; la del “cuñado”. ¿Y quién no tiene un “cuñado”,
entendido éste como alguien capaz de imponer su criterio por encima
del propio? Aunque no tenga autoridad. Para eso estoy yo que se la
concedo toda.
Esta última etapa se conjuga muy bien con algo tan humano como la
economía, entendida ahora como el ahorro de trabajo, tiempo u otros
bienes o servicios. Y eso me lleva a reflexionar sobre los actos
reflejos; aquellos que por economía (ahorro) realizamos sin que
intervenga nuestro razonamiento (ni menos nuestro ego).
En estos días de confinamiento descubrimos que tenemos muchos actos
reflejos que nos libran de pensar para hacer ciertas cosas. Al andar,
simplemente, no necesito, a cada paso, recordar a que pie le toca
moverse. Está bien.
Lo malo es cuando (por “cuñadismo”, por ejemplo) ahorramos el
tener que pensar por nosotros mismos y aceptamos lo que otro nos
induce a sentir como propio. Y peor todavía cuando pretendemos
imponer nuestro (en realidad el del “cuñado”) criterio en gente
con la que nos relacionamos. Es que eso de tener razón mola. “Así
es si así les parece”, tituló Pirandelli su obra de teatro.
Algunos casos famosos se me ocurren ahora de eso de imponer la razón
(y algo más) a lo bestia. Pienso ahora en Hitler y en sus hoy
descabelladas teorías. Aunque, precisamente hoy, para algunos,
lamentablemente, no sean tan descabelladas.
Hace tiempo, recuerdo ahora, que descubrí a uno de mis alumnos
luciendo una cruz gamada en una red social. Me gustaba seguir a mis
pupilos en las redes sociales por estar más cerca de ellos.
Llamé la atención del muchacho – buen chaval -, que pese a su
corta edad, aceptó y retiró el símbolo. Creo que no tenía muy
claro lo que simbolizaba.
Poco después me crucé con el padre – buena gente - y le comenté
el incidente. No me quedó claro si el padre ya estaba al corriente o
si no quiso dar importancia a lo sucedido. El caso es que a mí me
quedó claro que ya había cumplido con mi parte y que, en todo caso,
el padre del muchacho era él y no yo. Pero no dejo de reconocer que
el suceso me dejó “enganchado”. Quizás más de la cuenta. Me
hubiese gustado imponer mi criterio, que el padre se escandalizase un
poco… Yo que sé.
Hoy día pienso que actué debidamente. Como profesor del niño
intenté explicar que me parecía mal el uso que hacía del símbolo.
Poco después, cuando me tropecé con el padre, le comenté, sin
acritud alguna, lo sucedido. Creo que lo hice bien, sin hacer daño a
nadie, ni pretenderlo.
Otra cosa es que hoy en día, seguramente, no me habría quedado
“enganchado” en lo sucedido. Que cada cual piense lo suyo. Y no
me refiero ahora al muchacho, que seguramente construía su criterio
en base al de su padre (o al de algunos amigos).
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