30.4.20

Los guantes de piel


Un buen día mi profesor de yudo me preguntó, como solía él decir las cosas – yo nunca encontraba el no por respuesta – que qué hacía a las siete menos cuarto de la mañana. Le contesté sin titubear que dormir. A lo que él me contestó, seguramente, que siguiera durmiendo, pero que durmiendo no se quedaba campeón de nada. Ahí fue donde accedí a presentarme a la hora convenida en la boca de metro de Estrecho, salida a calle Juan de Olías. Mi profesor tenía fama de madrugador y pasó a la hora convenida y me recogió con otro compañero algo mayor que yo. Yo vivía muy lejos, en Carabanchel, por lo que tocaba madrugón para estar a la hora prevista en el lugar previsto. Todo merecía la pena ante semejante honor.

Mi profesor, Rafael Ortega, conducía su coche, al que seguían varios más de algunos de sus alumnos más destacados. Yo era el menor pero sentí un honor que se me dejase incorporar en tan selecto grupo. De allí íbamos a la cercana Dehesa de la Villa donde se hacía un fantástico entrenamiento (carrera, series, “sprints”, algo de musculación…)

A veces el maestro se hacía acompañar de sus perros. Tenía a Pinki, un enorme gran danés, que saltaba como tres de nosotros (lo llegamos a comprobar).

Un día hacía mucho frío y la radio, en el coche, daba el parte meteorológico justo al llegar al destino. Teníamos muy cerca una estación y según la radio acaba de registrar un mínimo histórico de menos 13 grados. Como si no hubiera oído nada, mi profesor abrió la puerta y se dispuso a entrenar como un día más. Así lo hicimos.

También recuerdo un día que nos vino a acompañar al entrenamiento la selección nacional de kárate. A su frente se encontraba Don Antonio Oliva, amigo de mi profesor. Sus deportistas irían en unos días al Campeonato de Europa. No aguantaron ni la carrera continua que era la primera parte del entrenamiento (faltaban las series, los “sprint”, la musculación…). Algunos llegaron a vomitar del esfuerzo. Poco después nos enteramos de que varios habían conseguido medalla en el europeo. Increíble.

El caso es que yo me sentía muy bien de ser considerado uno más de toda una élite. Era aceptado por un grupo al que admiraba… qué más podía pedir. Quizás por eso la broma que paso a narrar y de la que fui víctima, la considero genial.

Cuando ya acabábamos el entrenamiento (yo no lo sabía) nos puso a los tres nuevos en la base de un árbol cada uno. Nos explicó que para ejercitar la coordinación entre piernas y brazos teníamos que trepar a toda velocidad por el árbol elegido. Cronómetro en mano mi profesor dio la salida. Yo trepé como un descosido y supongo que mis novatos compañeros también. Segundos después, cuando nos encaramábamos a las primeras ramas, desde abajo, nuestros compañeros mayores nos lanzaban piñas al grito de “abajo monos”. No se trataba de hacer daño. Era una especie de rito iniciático: “ya sois de los nuestros”.

Te hacía dudar de tu tendencia borreguil, pero al mismo tiempo te fortalecía la idea de pertenencia al grupo. Ya hay mucho escrito sobre el tema y por gente que sabe más que yo; me limito a narrar una anécdota y lo que sentí.

Años después, cuando ya no íbamos a correr a la Dehesa de la Villa, el profesor me vino con otra de sus famosas preguntas a cuyo propósito yo no sabía (o no quería) negarme. Tenía que presentarme sobre las siete de la mañana en el colegio Claret, después me daba tiempo a ir al instituto; el Ramiro de Maeztu (donde estaba cursando COU).

En el colegio Claret nos estaba esperando el profesor de gimnasia del centro, con algunos de sus más destacados pupilos. El profesor de gimnasia, amigo de Rafael Ortega, era un tal Don Jesus Carballo, padre del que luego fuera campeón del mundo también llamado como él.

En una de las primeras sesiones nos aburrimos a pasadas por la escalera sueca: con los brazos en tensión, con las manos por fuera, con una mano en cada escalón… La llegamos a pasar hasta de formas que difícilmente hubiera yo imaginado.

Un día apareció en el entrenamiento Iván Clemente (yudoca que llegó a proclamarse campeón de España) con unos fantásticos guantes de piel de los que solían llevar los pilotos de carreras de coches. Habíamos visto darse una especie de polvos de tiza (creo que eran carbonato de magnesio, pero parecían tiza) a algunos veteranos gimnastas. La cuestión era aliviar las palmas de las manos en las que ya presentábamos, la mayoría de los yudocas, espléndidas ampollas.

Cuando le llegó el turno a mi amigo Iván los fantásticos guantes duraron menos que un bizcocho a la puerta de un colegio. Todos los yudocas estábamos pendientes por si había dado con la solución. Los guantes presentaban una cómica apariencia; acabaron hechos jirones. A mí me entró la risa floja sin darme cuenta de que en el fondo me reía de mi desgracia. Iván se había atrevido a buscar una solución, yo ni siquiera eso. De eso es de lo que debía reírme.

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