8.4.20

Tiempo de maduración


Recuerdo hace muchos años, en mis comienzos como prometedor profesor de yudo, cuando parecía que me iba a comer el mundo, que entregué unos “tests” a mis alumnos. Una de las preguntas indicaban que cómo veían a su profesor de yudo o algo así. Hablamos de un colegio de Torrejón de Ardoz seguramente en la década de los 80.

Recuerdo, decía, que un niño contestó algo diferente a los demás que me causó honda impresión. Se quejaba de que su profesor siempre le estaba gritando y metiendo prisas. Yo debía de ser para él un agobio. Seguramente yo pensaba que lo estaba haciendo de maravilla y que lograba un nivel de exigencia alto en todo mi grupo.

Al principio no me sentó nada bien la crítica, pero, afortunadamente, no me cerré y supe escuchar. Me llevaba una lección que nunca he olvidado. Tanto que creo recordar que el niño se llamaba Alberto Martín Loeches.

El caso es que enseguida comprendí que una cosa es animar y otra empujar. Me di cuenta de que, sobre todo en el yudo – también en la vida, por tanto – cada cuál tiene su ritmo. Cada cual tiene su proceso de maduración y hay que respetarlo. De nada vale querer llegar antes de lo que corresponde. Se necesita un tiempo; cada cuál necesita un tiempo.

Y todo ello para no llegar al mismo sitio. ¡Encima! Como para que venga alguien a empujar.

Bien es cierto que el buen profesor de yudo debe estar atento a que nunca se cometa vagancia. Sobre todo si hablamos de un grupo de pupilos que sabe para lo que está ahí. Un grupo de alumnos a los que les gusta el yudo y quieren llegar a lo más alto (de cada cuál).

Como decía Anton Geesink, un buen profesor es un buen observador.

Nada se debe de escapar desapercibido. Hay que motivar al que lo necesita y dar tiempo suficiente al que lo requiere.

También recuerdo mi lectura de Summerhill de A. S. Nill, durante mi juventud. El autor recogía experiencias de la escuela que dirigió en las cercanías de Londres. Allí trató de encaminarse hacia la verdadera educación progresista, con autorregulación de los propio niños. Relataba multitud de casos en que los niños parecían perderse en la molicie sin seguir cursos académicos. Esos mismos niños, cuando encontraban su propios intereses y motivaciones acaban el bachillerato, por ejemplo, en un par de años sólo. Es decir que iban a su marcha. Tardaban en arrancar pero luego iban a toda pastilla.

Claro que con todo esto habría mucho que hablar de la vocación. Pero hoy no toca. La reflexión venía por el tiempo y el vigoroso profesor que no se lo concedía a uno de sus pupilos. Vamos a suponer que la vocación ya la tenía el muchacho, de momento y en otra hablamos de la vocación.

Nos gustaría añadir que aquel muchacho llegó a ser campeón del mundo de yudo o de algo parecido. Lo ignoramos y podemos añadir que de yudo seguro que no. Pero quizás con el descubrimiento del joven profesor se logró al menos que el niño (de unos nueve años) fuera feliz practicando yudo. ¿Es poco?

No hay comentarios:

Publicar un comentario