Recuerdo hace muchos años, en mis comienzos como prometedor
profesor de yudo, cuando parecía que me iba a comer el mundo, que
entregué unos “tests” a mis alumnos. Una de las preguntas
indicaban que cómo veían a su profesor de yudo o algo así.
Hablamos de un colegio de Torrejón de Ardoz seguramente en la década
de los 80.
Recuerdo,
decía, que un niño contestó algo diferente a los demás que me
causó honda impresión. Se quejaba de que su profesor siempre le
estaba gritando y metiendo prisas. Yo debía de ser para él un
agobio. Seguramente yo pensaba que lo estaba haciendo de maravilla y
que lograba un nivel de exigencia alto en todo mi grupo.
Al
principio no me sentó nada bien la crítica, pero, afortunadamente,
no me cerré y supe escuchar. Me llevaba una lección que nunca he
olvidado. Tanto que creo recordar que el niño se llamaba Alberto
Martín Loeches.
El
caso es que enseguida comprendí que una cosa es animar y otra
empujar. Me di cuenta de que, sobre todo en el yudo – también en
la vida, por tanto – cada cuál tiene su ritmo. Cada cual tiene su
proceso de maduración y hay que respetarlo. De nada vale querer
llegar antes de lo que corresponde. Se necesita un tiempo; cada cuál
necesita un tiempo.
Y
todo ello para no llegar al mismo sitio. ¡Encima! Como para que
venga alguien a empujar.
Bien
es cierto que el buen profesor de yudo debe estar atento a que nunca
se cometa vagancia. Sobre todo si hablamos de un grupo de pupilos que
sabe para lo que está ahí. Un grupo de alumnos a los que les gusta
el yudo y quieren llegar a lo más alto (de cada cuál).
Como
decía Anton Geesink, un buen profesor es un buen observador.
Nada
se debe de escapar desapercibido. Hay que motivar al que lo necesita
y dar tiempo suficiente al que lo requiere.
También
recuerdo mi lectura de Summerhill de A. S. Nill, durante mi juventud.
El autor recogía experiencias de la escuela que dirigió en las
cercanías de Londres. Allí trató de encaminarse hacia la verdadera
educación progresista, con autorregulación de los propio niños.
Relataba multitud de casos en que los niños parecían perderse en la
molicie sin seguir cursos académicos. Esos mismos niños, cuando
encontraban su propios intereses y motivaciones acaban el
bachillerato, por ejemplo, en un par de años sólo. Es decir que
iban a su marcha. Tardaban en arrancar pero luego iban a toda
pastilla.
Claro
que con todo esto habría mucho que hablar de la vocación. Pero hoy
no toca. La reflexión venía por el tiempo y el vigoroso profesor
que no se lo concedía a uno de sus pupilos. Vamos a suponer que la
vocación ya la tenía el muchacho, de momento y en otra hablamos de
la vocación.
Nos
gustaría añadir que aquel muchacho llegó a ser campeón del mundo
de yudo o de algo parecido. Lo ignoramos y podemos añadir que de
yudo seguro que no. Pero quizás con el descubrimiento del joven
profesor se logró al menos que el niño (de unos nueve años) fuera
feliz practicando yudo. ¿Es poco?
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