Tanto tiempo dentro de lo que definimos como las budo, es mucho tiempo sin duda y sólo se puede felicitar al que tanto lleva en ello. Uno que todavía no ha alcanzado tan larga singladura, no obstante, recuerda que, de todos los que nos reunimos en el Polideportivo Vicálvaro, quizás fuera de los que conoce al maestro Dabauza desde hace más años. Coincidimos en el Gimnasio Samurai de la calle Diego de León allá en la década de los 60.
Recuerdo que acudí de la mano de mi madre para apuntarme a la clase de yudo. Yo vivía en la otra punta de Madrid (en Caño Roto; o sea, en la calle Gallur, frente a las chabolas) y aún era joven, por lo que me integré en la clase de yudo infantil, en la que coincidí, por ejemplo, con Ángel Luis García Balcones, hoy director de la franquicia Body Factory. La clase la impartía el maestro Rafael Ortega.
Un día, estaba yo practicando yudo con ‘Peñas’, que era un trasto y no dejaba de dar la lata. Ortega nos castigó a los dos a quedarnos a la siguiente clase: la de los mayores. Yo había oído hablar de esa clase y pensaba que en ella entrenaban auténticos héroes. Así es que Ortega me indicó que llamara por teléfono a mi casa para explicar que llegaría más tarde por estar castigado. Cuando empezó la clase no podía dar crédito a lo que veína mis ojos. Yo estaba en el mismo tatami que José María Campo, Tresguerres, Chus Rivas, Chus Cortés, Rafael Hernando, Alfonso de Lucas, José Juan Hernández, Juan Tablada, Rolando Sáinz de la Peña, Jesus Villa… Eran yudocas excelentes, muchos de ellos campeones de España o de Castilla y para mí eran poco menos que legendarios; eran héroes. Allí también estaba Pedro Rodríguez Dabauza.
Yo que era un alumno apocado y muy aplicado, a partir de aquel día en que por culpa del trasto de ‘Peñas’ fui castigado a entrenar en la clase de lo mayores pasé a ser el más travieso. Aquel dulce castigo de entrenar con los mayores pasó a ser el motivo de que fuera a mis clases como el más revoltoso de los yudocas. Era como entrar en otra dimensión. Claro que Ortega, que nunca ha andado corto de psicología, enseguida detectó el asunto. No tardó en reunir a los zangolotinos de mi quinta que empezábamos a despuntar (y a amenazar el buen clima de trabajo de la clase de yudo infantil), para hacernos una fabulosa propuesta: “vosotros queréis entrenar con los mayores, ¿verdad?”
Desde aquel momento se puede decir que compartí tatami con personas como las citadas anteriormente, entre las que se encontraban Pedro Rodríguez Dabauza. Claro que también es cierto que casi me quedo en el camino cuando el maestro Ortega pasó al Banzai. Yo seguía siendo un adolescente atolondrado y no me enteré de la masiva partida de yudocas que seguían a Ortega en su marcha a… A la otra punta de la calle. Porque, realmente, se marcharon del Samurai (en la boca de Metro de Diego de León) al Banzai (en al siguiente boca de Metro, la de Núñez de Balboa).
A la vuelta de unas vacaciones de verano mi mundo se desmoronó. La secretaria del Banzai me aseguró que Rafael Ortega se había quedado en Francia pero que podía seguir practicando yudo con Rafael Hernando. Pasé a la clase y no encontré mi grupo de amigos. Tampoco encontré un recibimiento muy amistoso pues recuerdo que el bueno de Hernando parecía dispuesto a medirme en todo momento con un muchacho muy fuerte que había en esa clase y que tenía un par de años más que yo. Se trataba de Amadeo Valladares Álvarez, hoy experto maestro de la escuela Butoku (Mugen Ryu). Andaba yo cabizbajo en uno de los grandes paseos que me daba antes de decidirme a entrar en el gimnasio. Salía del colegio y un autocar me dejaba muy cerca, pero muy temprano. Solía hacer los deberes en alguna cafetería mientras tomaba un bollo y un vaso de leche. Aquel día guardé el dinero para otros menesteres y caminé más de lo normal; llegué un poco más lejos. Siempre he sostenido que el hambre es la precursora de grandes descubrimientos. Yo no andaba muy hambriento, pero había sacrificado la merienda y algo debió tener que ver. A lo lejos descubrí como en una visión a mi compañero de fatigas Carlos Javier García Balcones. Le grité como un poseso hasta que me escuchó y vino a verme. Lo primero que hizo fue preguntarme por qué ya no iba a yudo. Yo le recriminé que eran ellos los que ya no iban. Fue entonces cuando me explicó que todos seguían en el Banzai. Ese mismo día, en ese mismo momento (a los pocos minutos) bajé por primera vez las escaleras del local o edificio que más importante ha resultado en mi vida. Allí estaba Rafael Ortega y allí me reencontré con mis amigos. ¡Ya ha llovido!
Espero que se me perdone esta crónica y la notable inclinación a la nostalgia. La historia la he escrito para ilustrar de donde viene mi amistad con Pedro Rodríguez Dabauza, al que por entonces llamábamos cariñosamente Peter Bonete –pero no voy a explicar por qué, que os lo explique él si quiere-; una amistad que surgió hace unos 35 años. ¡Qué viejos nos vamos haciendo!
La Convención
En cuanto a la convención, diré que no pude acudir a primera hora, como era mi deseo. El compromiso era fuerte y tenía convocada una de nuestras mañanas del YU. Así es que al salir del Polideportivo Castillejo, en Parla, sin quitarme el pantalón del yudogui, me fui disparado hacia Vicálvaro. Allí me encontré un extraordinario ambiente y a multitud de altos grados conocidos. También a muchos amigos yudocas de todas partes. Pedro me presentó a la cúpula de la European Ju-Jitsu Union (EJJU) a la que pertenezco. Ya conocía al austriaco Franz Knafl (8º Dan), de una Budo Gala en el colegio Aristos de Getafe. También me presentó al suizo Charlie Lenz (8º dan), ambos vicepresidentes de esta entidad.
A pesar de haber llegado tan tarde, pude asistir a la exhibición del famoso maestro de kempo, Raúl Gutiérrez. Luego se me propuso explicar alguna técnica a mí también. Con mi maltrecha rodilla, pendiente de intervención, decidí aplicarme sobre algún control de ne-uasa. Mi elección fue muy celebrada pues, al parece, los maestros que habían intervenido no habían explicado nada en suelo. Así es que el sencillo de trabajo propuesto desde sankaku (triángulo) gustó.
Luego hubo un pequeño certamen de diferentes estilos. Cuatro animosas alumnas de David Moronta, a las que felicito desde aquí por su espíritu, realizaron diversas muestras de kata de yudo. Luego hubo ocasión de comprobar el espíritu juvenil de los maestros Antonio Enjuto y Raúl Gutiérrez que se brindaron a participar en el certamen. El ganador fue, finalmente, Raúl Gutiérez.
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