A lo mejor a estas alturas alguien se ha dado cuenta de que escribo
por escribir. Yo ya me había dado cuenta hace unos días. Escribo
como manera de pasar el rato y eso es algo que ha cobrado suma
importancia en estos días de reclusión: algo hay que hacer. Por eso
doy efusivamente mis gracias a todo el que se toma la molestia de
leerme.
Hoy día nos damos
cuenta de la importancia de tener una casita amplia y con jardín. La
mía – que no es mía – es pequeña y sin jardín. Nos damos
cuenta de la importancia de la convivencia, de no estar solos, pero
tampoco en manada; y todos confinados. Yo vivo en un hogar pequeño
donde somos seis personas - una de cinco añitos – y una sale a
trabajar a diario.
Entonces cuál es el
secreto… Lo primero tener la certeza de que puedes ser el siguiente
y no por ello relajar las precauciones que ya todos conocemos y me
refiero a cosas tan sencillas como lavarse las manos, no tocarse la
cara, no toser en público… y no cosas peregrinas, que también
todos hemos oído. Y no las repito.
También ayuda la
salud de lo de dentro que en estos momentos todos tenemos más cerca;
la paz interior, el alma, la plena consciencia, la resiliencia…
Cada cual la llamará como quiera.
En estos días en
que están de moda las teorías de mindfulness, la
bioneurodecodificación (o bioneuroemoción), el yoga, la meditación,
la acupuntura, el tarot… lo usual es mirarse dentro. Más nos vale.
Y aprovechar para ser mejores -que falta no hace -, para ver, no
obstante, lo mucho de bueno que tenemos – nosotros y los demás –
todos. Estaría bien que, a partir de ahora, aprendamos a escuchar
cuando nos hablen y no sólo a fingirlo, en el mejor de los casos.
Estaría bien aprender a respetar a todo el mundo como queremos que
nos respeten a nosotros (y hablo también de políticos a los que
alguien ha votado y sobre todo hablo de técnicos que seguro que
saben más que yo). Estaría bien aprender a hablar con el corazón
más que con la razón, aún cuando se incurra en más de un error.
Aprender también, ya de paso, a pedir perdón con respeto, (cuando
uno se equivoca), con humildad, con propósito de enmienda (y eso
incluye reparar el daño y, sobre todo, perdonarse). Estaría bien
que cada cual cumpliera su parte sin esperar a ver qué hacen los
demás (de nuevo volver la mirada hacia uno mismo, hacia el interior
de cada cual).
Parece que entre
nuestras muchas virtudes está la de olvidar pronto. Eso está bien,
siempre y cuando se haya aprendido la lección. De modo contrario
estamos condenados a chocar en la misma piedra, se pierde una gran
oportunidad. Y como ésta, pocas vamos a tener.
Yo soy yudoca y por
cuestiones personales me veo impedido a practicar movimientos y
ejercicios físicos que antes me resultaban familiares. Con ello me
he movido hacia principios fundamentales y hacia aspectos más
filosóficos de mi querido deporte; los hay. Ayer mismo, en este
espacio recordaba algunos valores del yudo que creo pueden venirnos
muy bien. Hoy traigo a colación dichos valores recordando que en su
origen, el yudo tiene mucho que ver con los samuráis y que éstos
a¡también tenían mucho que ver con las doctrinas zen.
Recordamos
que el zen es una escuela del budismo (majayana). Dice la Wikipedia
que, “como toda escuela budista, el zen tiene su raíz en la India,
aunque sólo en China adquiere su forma definitiva. La palabra zen es
la lectura en japonés del carácter chino “chan”, que a su vez
es una transcripción del término sánscrito “dhyana”, traducido
normalmente como “meditación”.
Hay
muchos maestros que se quejan de que al entrar a formar parte el yudo
dentro de la familia de los grandes deportes se han perdido esos
valores de origen zen. También es verdad que gracias a incluirse el
yudo en la familia olímpica y, sobre todo, gracias a la victoria del
gigantón holandés Anton Geesink en los primeros juegos en que el
yudo fue olímpico (en Tokio, nada menos y ganando al campeón
nipón), - gracias a ello decíamos –, el yudo se universalizó.
Pasó de ser una modalidad regional a ser un deporte universal. Y eso
es importante mientras queden maestros o profesores que le den su
justa importancia a los principios fundamentales del yudo, a sus
concomitancias con el zen.
El
catedrático Juan Antonio Cecchini en su obra “El judo y su razón
kinantropológica” empieza diciendo que
“el lexema competición, cuya etimología arranca del vocablo
latino “competere”, que significa “buscar conjuntamente”, en
pocos deportes cobra tanto sentido como en las modalidades de
combate”. Por ahí vamos bien, pero, no obstante, el mismo autor
(Cecchini) nos recuerda, amparado en numerosos estudios
internacionales que se permite hacer dos importantes afirmaciones. “
La primera es que la práctica del deporte, tal y como en la
actualidad se está implementando, no desarrolla valores; y la
segunda es que incluso, bajo determinadas circunstancias, los
resultados pueden ser justamente los contrarios”. Y
estamos plenamente de acuerdo. De ahí que defendamos (al menos en el
yudo, que para eso los tiene) centrarse en los valores que hemos
llamado filosóficos. En los valores espirituales.
De
ahí eso que solemos decir a nuestros competidores de que no es tan
importante vencer al contrincante como vencerse a uno mismo. Por eso
mismo apostamos plenamente por la famosa frase que todos manejamos de
que “no es tan importante ser mejor que el rival, sino ser mejor
(uno mismo) que el día de ayer”. Eso indica que nosotros centramos
nuestro trabajo (cumplimos nuestra parte, como el famoso cuento del
colibrí) en mejorarnos – nosotros- y no en estudiar a los
contrarios – los otros -. Así lo procuramos inculcar.
Animamos
a participar a nuestros adolescentes alumnos en lo que se llaman
competiciones oficiales (pero
no obligamos),
porque creemos que son un buen lugar para buscarse a uno mismo,
siempre con valores, como el de arriba, presente. Se trata de un buen
escenario para dar lo mejor de uno mismo, para conocerse y mejorar…
Para
cumplir (como el colibrí) con la parte de cada cual.
Ya
que hemos hablado varias veces de él, para finalizar, os dejamos
aquí el cuento del colibrí que hemos encontrado navegando por
Internet.
Aquel
día hubo un gran incendio en la selva.
Todos
los animales huían despavoridos. En mitad de la confusión, un
pequeño colibrí empezó a volar en dirección contraria a todos los
demás. Los leones, las jirafas, los elefantes… todos miraban al
colibrí asombrados, pensando qué demonios hacía yendo hacia el
fuego.
Hasta
que uno de los animales, por fín, le preguntó: “¿Dónde vas?
¿Estás loco? Tenemos que huir del fuego”.
El
colibrí le contestó: “En medio de la selva hay un lago, recojo un
poco de agua con mi pico y ayudo a apagar el incendio”.
Asombrado,
el otro animal sólo pudo decirle “Estás loco, no va a servir para
nada. Tú solo no podrás apagarlo.
Y
el colibrí, seguro de sí mismo, respondió:
“Es posible,
pero yo cumplo con mi parte.”
NOS VEMOS EN LOS TATAMIS
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