28.6.05

V. La prueba sorpresa

Hubo un momento en que pronunciaron mi nombre en alto, junto al de tres compañeros más. Se me indicó que acudiera a arrodillarme frente a uno de los alumnos americanos del maestro Hamada. Me puse frente a Eric, un virginiano de complexión fuerte, unos 25 años de edad y algo más alto que yo, pero también más ligero. El maestro colocó al resto de sus alumnos mayores (Perry, Margerite y Eric), frente a los demás españoles convocados para la prueba sorpresa. Yo acudí sin saber en qué consistiría, pero tomando conciencia de que era importante.

El maestro Hamada habló, pero nadie tradujo. Yo entendía su inglés, pero se encontraba lejos de mí y no pude escuchar lo que decía. Miré a mi oponente y vi que de su cinturón, semioculto en su “jakama” (faldones) había una especie de palito negro. De repente, Eric se abalanzó sobre mí tras coger el tal palito que resultó ser un cuchillo de madera. Me dio tiempo a esquivar la estocada, e incluso, pese a no ser especialista, respondí con un soberbio puñetazo, que detuve a escasos centímetros de su sien derecha. Pero Eric, lejos de intimidarse recogió el brazo y lanzó tres cuchilladas más, dos de las cuales me hubieran herido con gravedad, si no se tratase de una simple prueba. Tengo que decir que su actitud me desconcertó. Así es que volvía a la posición frente a él y tensé todos y cada uno de mis nervios. Casi sin tiempo a prepararme, Eric volvió a lanzar varios ataques más. Entonces comencé a defenderme con mucha agilidad, pero siempre acababa levantándome y sin conseguir atrapar el brazo atacante en una palanca o movimiento de luxación, como hubiera sido mi deseo. Cada vez que defendía escuchaba gritar airado al maestro Hamada. Estaba seguro de que recriminaba alguna de mis defensas. Una vez entendí que no quería que nadie se levantara del suelo para defenderse. Empecé a carearme… me explicaré. Mi sentimiento no era el de estar enfadado o contrariado. Aceptaba la prueba e incluso una parte de mí disfrutaba un instante, cuando conseguía repeler los centelleantes ataques del poderoso brazo de Eric. Pero hubo un momento en que empecé a tomar conciencia de que estaba siendo realmente atacado; de que de no ser un cuchillo de palo el que se me lanzaba, estaba a punto de morir o ser gravemente herido si no actuaba con total precisión. Así es que, mientras respiraba profundamente en “seiza”, preparé una defensa definitiva. Recordé que soy más yudoca que yu-yitsuca y dejé mi mente en blanco para permitir que fluyera dentro de mí una correcta respuesta. Eric lanzó una cuchillada recta, directa al estómago. Me dio tiempo a esquivar parcialmente el brazo con mi mano izquierda mientras deslizaba el cuerpo a un lado. Tenía el espacio justo para sacar mi pierna derecha lanzando con fuerza mi pie derecho hacia su rodilla izquierda, mientras atrapaba con ambas manos la muñeca del brazo que sostenía el cuchillo de palo. El resto es un gesto que ya he practicado infinidad de veces, quizás millones de veces. Acabé con mi compañero recostado, con todo el cuerpo estirado y su brazo atacante estirado. Le estaba aplicando un poderoso “ude isigui yuyi gatame”; mi luxación favorita. Eric abandonó y al ir a colocarse le vi un gesto de dolor. Miró hacia su maestro como para pedir ser sustituido, mientras se tocaba la rodilla. Intentó arrodillarse y quedó con una pierna un poco encogida. Le pedí disculpas y me contestó que no me preocupara. Luego supe que tenía un problema en su rodilla izquierda. Lo cierto es que también yo tengo rodilla derecha muy mal. Falla cuando menos lo espero y tras haber sidos extirpados los dos meniscos, sigue dando algunos problemas que los médicos no aciertan a explicar con claridad. Eso quiere decir que, de vez en cuando, tras algún entrenamiento, llego a casa cojeando y paso luego muchos días arrodillándome para saludar a mis alumnos con grandes dolores y sin conseguir sentarme sobre los talones, por la inflamación de la articulación.

Sea como fuera, tras aquel movimiento Eric se relajó algo y yo perdí mi concentración. No estuve tan afortunado en los siguientes movimientos y llegué a experimentar una vergüenza tremenda. Tras varios ataques más, empecé a observar que Eric estaba más alto. Mientras yo permanecía sentado sobre los talones, él permanecía con los dedos de los pies enervados y firmemente apoyados sobre el suelo. Su jakama evitaba que yo hubiera apreciado este detalle. Este simple detalle le hacía mucho más rápido que antes. Cuando me di cuenta adopté la misma postura que mi oponente y entonces volví a neutralizar los ataques. Sólo fue en un par de ocasiones o tres, pues la prueba había concluido. Nos arrodillaron frente a nuestros oponentes y entonces pude escuchar al maestro que indicaba que había que perseverar en este tipo de entrenamientos. Apenas podía controlar mi jadeante respiración y temí que un acceso de mi fastidiosa asma me jugara una mala pasada. Cerré los ojos y me concentré en los latidos de mi corazón, mientras empezaba a notar que se producían tenues silbidos al respirar. Estaba a punto de tener un bronquio-espasmo. Conseguí controlar la situación. Me levanté para saludar en pie a Eric y descubrí entonces que tenía la uña del pulgar del pie derecho parcialmente arrancada. El dedo estaba ensangrentado, pero no había sentido ningún dolor en ningún momento. Supongo que la uña se partió en el momento de aplicar “yuyo-gatame”, pero no lo se.

Cuando acabamos la prueba acudí a seguir practicando con Manuel Rojas que estaba formando un trío. Entonces, tras ejecutar algunas técnicas de las que estaban practicando quienes no se aplicaban en las pruebas del maestro, Manuel me pidió que tradujera al señor Koshima que se encontraba mal. Pidió que se le permitiera salir del pabellón, porque estaba sufriendo un ataque de asma.

Cuando acabamos el seminario me di cuenta de que tenía la chaqueta de mi querido yudogui Mizuno, absolutamente empapada y pegada a la espalda. Los años no pasan en balde y mi cuerpo tiene más cantidad de grasa que la que me gustaría reconocer. Pero estaba muy satisfecho, aunque empezaba a tomar conciencia del cansancio que se acumulaba en mis músculos y articulaciones.

Lanzamos los tres gritos de “banzai” y mostramos nuestro júbilo a la conclusión de la jornada, con gritos de alborozo. Aún quedaba algo…

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