La vuelta a la rutina era inevitable. Se podría decir que incluso fue “sana”. Todavía tuve tiempo de atender mi trabajo, comer en casa y partir para Paral a impartir mis clases de yu-yitsu. Al día siguiente, el miércoles 22, quedamos citados en la puerta del hotel a las 9:00 horas.
De allí salimos hacia Las Ventas. En mi coche subieron la señora Hamada, el maestro Koshima y dos chilenos maravillosos: el maestro Herbert Aroca y su alumno Luis. Llegamos los primeros y encontramos un lugar en el que estacionar justo junto a la puerta de entrada del museo taurino. Cuando llegó Pedro conduciendo su BMW deportivo con los maestros dentro (al sensei Hamada le acompañaba ya el venerable maestro Kuwa Hara(*), que había llegado la noche anterior junto a Koshima, que viajaba en mi coche). Le hice señas a Pedro para que se acercara y le cedí mi lugar, de modo que los maestros no tuvieran que caminar ni esperar a que Pedro encontrara un sitio para el coche.
Ya en la visita al coso, cuando la guía se disponía a permitir que los visitantes saltasen al ruedo, el maestro hizo una seña y todos sus alumnos a la velocidad del rayo fueron saliendo del recinto por delante de él. La visita había tocado a su fin.
Cogimos los coches y partimos hacia el Valle de los Caídos. De nuevo fuimos los primeros en llegar. Estacioné bajo la sombra de unos pinos y poco después iniciamos todos juntos la visita al monumento. Como no contábamos con guía Pedro me pidió que actuase como tal para el maestro. El honor de poder dirigirme al maestro competía con la preocupación de no cometer ninguna incorrección. Lo malo es que si mi inglés no es malo, mis conocimientos sobre la Cruz de los Caídos no son muchos. Expliqué, sin entrar en demasiados detalles, que fue mandado construir por un famoso general que venció en una guerra. Mi relato intentaba emular los escuchados sobre la historia de Japón, tratando de evitar connotaciones políticas. Le conté que los prisioneros fueron obligados a cavar la cueva en la montaña, bajo la cruz, casi sin maquinaria; con apenas picos y palas. Hablé de las características graníticas de la montaña en que se horadó la grandiosa gruta en la que ahora está la tumba de aquel famoso guerrero que acabó dirigiendo nuestro país. No debí hacerlo muy mal porque el maestro se interesó en mi relato y llegó a transmitirme algunas cuestiones. Quería saber más sobre el tiempo que se tardó en construir, si esa montaña tenía algún significado especial… Como temía cometer algún error le vine a explicar que fueron largos años porque no se utilizaron los modernos medios que hoy en día se tienen para construir; que muchos fueron los que perdieron la vida en la tarea, al tener que soportar los rigurosos inviernos de la zona en condiciones extremas –mal alimentados y peor vestidos-; que la montaña es un enclave especial al poderse ver desde cualquier punto de la capital de España; que, además, en esas montañas se habían librado multitud de combates entre guerreros valientes de los dos ejércitos. Cuando llegó a la capilla en que se hallan las tumbas de José Antonio y Franco, el maestro reunió a sus alumnos y les puso a rezar tras dirigirles unas palabras. Comprendí entonces que mis palabras habían llevado al maestro a apreciar el lugar y a respetarlo por lo que representa para los españoles. Después de todo, había conseguido explicar que era un lugar muy especial, por más que despierte tan diferentes reacciones y sentimientos en los españoles, por lo que supone y lo que representa. No necesité explicarle nada de nuestra bochornosa guerra civil, ni de las represiones posteriores, ni de la actual división de España en dos grandes bloques (la España conservadora y la España progresista).
Tras nuestra visita al valle salimos hacia el Monasterio de El Escorial. Pese a que el maestro lleva a todas partes un corsé, fuertemente abrochado a su cintura, aceptó entrar al recinto mandado construir por Felipe II. Cuando la guía comenzó el recorrido, el maestro Hamada se apartó del grupo. Caminó rezagado junto al maestro Kuwa Hara, que parecía un simple turista oriental: solo le faltaba la cámara de fotos.
Por educación yo iba cediendo el paso a la comitiva y solía quedar el último del gran grupo. De ese modo tuve ocasión de ver a los maestros Hamada y Kuwa Hara. No parecían mostrar un interés especial en los muebles ni en los cuadros… Su actitud era respetuosa pero no atendían a las explicaciones de la guía; quedaban siempre muy lejos de ella y no la podía oír. No obstante, observé que al pasar junto a dos cuadros que representaban escenas de ejércitos desplegados en el campo de batalla, permanecieron largo rato mirándolos.
Al salir del monasterio, nos dirigimos a comer a un restaurante cercano. Nada más salir perdí a Pedro que salió como un rayo, siendo el único que conocía el lugar al que nos dirigíamos. Tuve la perspicacia de encontrar el lugar en poco tiempo y antes de que se preocupasen los ocupantes de mi coche, así es que nos reunimos a la mesa en el restaurante Buganvilla. Ninguno de sus alumnos tocó ni una copa, hasta que el maestro hizo una seña. Luego, antes de empezar a comer gritó unas palabras tradicionales permitiendo que cada cual fuera bebiendo o comiendo según su deseo.
Los americanos parecieron comer con apetito una selección de aperitivos y entrantes. Pero al llegar el momento de la paella, todos dejaron que se les retiraran sus platos con mucha cantidad de comida en ellos.
El tiempo se marchaba rápido. Yo tenía que impartir mis clases de yudo. Como uno es perro viejo en ciertas cosas había tomado la precaución de prevenir a mi alumno Carlos Grande –un buen alumno que goza de mi confianza, pese a sus 15 años de edad- por si yo me retrasaba. Carlos tuvo finalmente que hacerse cargo de las dos primeras clases.
Salimos del restaurante cerca de las cinco de la tarde. Luego el tráfico denso de un Madrid pleno de obras en sus principales calles motivó que llegara muy tarde al gimnasio (doyo) municipal de Parla. Allí me esperaba Arturo Santos, el alumno de Antonio Enjuto que había quedado en preparar conmigo la prueba. Era la primera vez que nos veíamos y tuvimos que emplearnos duro un par de horas.
Cuando llegué a casa cené y me senté frente al ordenador. Al día siguiente tenía entrega de textos de una revista. No tenía ni una sola línea de los tres reportajes que debía enviar. Sólo aguanté hasta las doce y media de la noche. Puse el despertador y me fui a dormir un poco. El cansancio y la excitación me hicieron tardar en conciliar el sueño.
* Maestro cuyo nombre se pronuncia “cuajara”; 9º Dan de yu-yitsu con 85 años de edad y estado de forma envidiable, aún para personas de veinte años menos
28.6.05
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